jueves, 31 de diciembre de 2009

Aciago

El último día del año, yo aquí, frente a esta misma pantalla que me acompaño en el día a día, estas trescientas sesenta y cinco noches, de las cuales muchas se consumieron entre peroratas etílicas, noches interminables de insomnio y malos presentimientos que luego se volverían realidad, noticias desveladas y sueños yendo a peor una y otra vez. Este año al inicio se me presentaba con muchas oportunidades y cambios de los que no me sentía seguro de estar listo, pero listos nunca estamos, siempre hace falta un algo que nunca podemos definir, pero listo o no, los días pasaron hasta llegar el último de este ciclo en que la gran perra Fortuna se empeño en ir cuesta abajo, haciéndome saber que el desbarrancadero no tiene fondo.

Escribo de nuevo desde este mágico lugar, arena y mar interminable en el que me pierdo en su infinidad, que me atrapa, me arrastra y luego me devuelve a la más inimaginable de las emociones… es que siempre regreso aquí para ahogar a los demonios, renovar las fuerzas y continuar con la tragicomedia, pero incluso ahora lo siento diferente, será que yo mismo he cambiado, que nunca seré el mismo, es que el cambio fue profundo, de raíz, insospechado, sí, así ocurrió todo, de golpe, como balde de agua fría sin decir va, uno a uno los sucesos; y luego vino la muerte a instalarse indeterminadamente a mi vida, poniendo un definitivo punto final a una historia que hoy me parece un ensueño y con otro reservado en el tintero, en pausa, con la mano temblorosa sostiene la pluma mientras dudosa no sabe en que momento dejarlo caer.

Hoy muchas cosas me parecen lejanas, hay cosas que incluso soy incapaz de recordar, a veces aparece mi infancia inconexa sin sentido, yo colgado de un árbol, yo como en un película en medio del mar luchando por no morir, por no morir ahogado – ahora no se como luchar, ni siquiera se si hay que luchar – de nuevo yo, con un palo de escoba creyendo ser el héroe más poderoso del mundo, yo en medio de inocentes juegos, entre muñecos, risas, yo solitario, niño angelical de fácil sonrisa y con gracia resuelta que fácilmente conquistaba a los otros. Pero ahora no puedo decir nada más que mi nombre como referencia de mi mismo, como lo único que me queda, lo único que me pertenece y define. También lo recuerdo a él, en ocasiones cuando las noches son más largas y el miedo me asalta, le hablo, le pido, le reprocho, pero no es más que un soliloquio que resuena una y otra vez con un eco interminable para el cual no existen respuestas en medio de tantas incógnitas sin resolver. Pero no siempre tener las respuestas aligera la carga, a veces las razones son lo que más pesa, lo que más duele más un si se ha vivido una perfecta ilusión que termina por estallar porque nunca se puede vivir por siempre engañado, la verdad siempre aparece, salmeará inquieta la ufana prostituta que siempre cambia de opinión la muy indecisa.

Quizá hacer esta absurda introspección no sea más que el absurdo del absurdo mismo, escribir estas líneas no cambia en nada las cosas, es más si es que por casualidad alguien pasa la vista por ellas, no pasara de despertar un cierto dejo de irrisoria compasión, o tedio; a pesar de ello me resulta práctico, terapéutico inclusive… a veces no nos queda más que escribir, porque es hablar con uno mismo y al mismo tiempo es como ser escuchado por alguien más, quizá por la hoja en blanco, o por el puntero que nunca deja de parpadear en la pantalla, atento a qué es lo siguiente, qué le estamos por contar, atento siempre, como poniendo de su parte toda la comprensión de la que puede ser capaz, sin juzgarnos en ningún momento, pero sobretodo siempre en silencio, sin repuestas incomodas, en silencio que es en ocasiones la verdadera comprensión y la más sincera de la respuestas. ¿Acaso yo busco respuestas? ¿será que esta pantalla me devolverá inesperadamente un poco de lo perdido? o ¿dará una explicación sincera y sin pretensiones a lo sucedido? Lo cierto es que no, porque este intento fallido de introspección no busca respuestas, busca solo el sosiego, una suerte de exorcismo que cuando las doce campanadas vengan constaten al fin el adiós al tiempo aciago y den la bienvenida a la nueva aventura, la pueril ilusión que con el primer segundo, el primer minuto del renovado año, todo se tome un lugar diferente, uno definitivo en el mausoleo del olvido del olvido mismo, para seguir adelante y llegar así al verdadero entendimiento y una resignación necesaria de estos días que pronto serán pasado.

Esta trasmutación no es más que una alquimia ficticia que sólo es posible porque yo así lo deseo, porque así lo quiero creer, pues al final de todos lo tiempos el deseo y la convicción serán lo único que me queden, por ello me aferro a ello, esta cegadora creencia de que el ciclo de Fortuna ahora gire hacia arriba, ¡hacia arriba!, ¡que venga! ¡que venga! fueron las palabras del amigo que ahora cito, pues a pesar de todo sigo siendo:

Ignatius uno más que muerde el polvo.


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