martes, 11 de septiembre de 2012

Análisis

 

Los lugares comunes son para aquellos que escribimos un espasmo del cual queremos librarnos a toda costa, sin embargo hay frases que debido a la ineludible verdad con la que se enuncian es imposible modificarlas en do de salvar líneas, que en mi caso, están condenadas al fracaso desde el inicio.

No hay día que no llegue, ni plazo que no se cumpla. Así, de ser el analista paso a ser el analizado, ha llegado el momento de enfrentarse de nueva cuenta con aquél quien es el más grande de mis enemigos, yo mismo, y la ruptura que hago hacia mis adentros, la verdadera reconciliación con el afuera y la comunión con él, que me acompaña en el camino. La palabra... cura, pues es a través del lenguaje y de la verbalización del discurso como se llega a los más profundos e insondables laberintos de nuestra existencia, aquello que sin darnos cuenta venimos arrastrando y de lo que incluso, somos inocentes, si existe algo como eso.

¿Será cierta esa máxima del análisis?, ¿aquella que reza que nada es casualidad, pues todo es susceptible de interpretarse, aunque no toda interpretación es válida en sí misma? Lo es. Al plantearme escribir estas líneas no podía dejar de lado el hecho que desde hace meses mi visión iba haciéndose cada vez más barrosa hasta el punto de darme cuenta que al fin lo había conseguido, había que conseguir ojos nuevos; recuerdo como un deseo de mi infancia las ganas de utilizar lentes, tenía la ingenua idea de que quizá con esos extraños artilugios que utilizaban algunos de mis compañeros de clase, las cosas se veían de modo diferente, ahora comprendo que aquella idea no era otra cosa sino el deseo por que las cosas cambiarán, hoy en más de un sentido tengo la seguridad que nada es ni podrá ser igual.

No se trata sólo del hecho que ya no soy el infante de aquellos días, ni que algunos de los rostros que ahora me acompañen sean distintos, eso sería lo evidente y yo no me conformo con la simpleza de la obviedad, lo profundo, lo importante, es que yo mismo no me siento de la misma forma, hay hechos que ya no tienen vuelta hacia atrás y son esas mismas cosas las que han venido a hacer cambios tan fuertes que quizá habría quienes ni podrían reconocerme, aunque mi cuerpo siga siendo el mismo saco de carne, aunque bien se que incluso, el cuerpo cambia.

Entenderse con el espejo resulta más complicado de lo que habría de suponer, ya sabía la importancia de llegar a desentrañar los hilos de las Parcas, la posibilidad de descubrir y pensar -como lo dijo el analista, aunque no terminen por convencerme sus ejemplos simplones- no desde la creencia común sino a partir de la convergencia de esas ideas que sé, siempre han estado ahí, algunas de ellas viejas conocidas y otras emergiendo, luchando por al fin salir a conocer la luz de la verdad, a pesar de los esfuerzos por mantenerlas al margen de la realidad, pero no por ello estáticas, pues su fuerza es quizá aún más poderosa de lo que me gustaría reconocer y es a partir de ellas que debo reinterpretarme nuevamente, porque al final el análisis no se limita a poner de manifiesto lo oculto, hacer consiente lo inconsciente, sino a elaborarlo, o en palabras de prestidigitador del psicoanálisis, lograr al fin encontrarles un nuevo significado.

Lo increíble del caso es la vuelta a los espirales, hoy tengo en claro que aquella idea que surgió desde mucho antes de mi enfrentamiento con el diván, tiene en realidad un simbolismo mucho más profundo del que a simple vista puedo atribuirle, pues se trata de algo mucho más que una simple imagen literaria, caprichosa ocurrencia que en mi afán de sustituir el análisis a través de líneas como estas, llego a mí como un impulso, para intentar comprender algo que definitivamente venia emergiendo desde aquel insondable mar de lo inconsciente; porque aunque mucho tiempo este espacio sirvió como contención y válvula de escape, lo cierto es que pocas veces devolvió la retroalimentación necesaria, pues hoy más que nunca - a pesar de ya saberlo - se que el autoanálisis no funciona, resulta un ejercicio estéril que sólo satisface la sospecha de lo que ocurre en esa profundidad que de turbia, genera espanto y temor.

Temor justificado, porque este devenir estimula cómo ya lo dije y lo repito, la cosquilla de la duda y la sospecha:

Dudar.
Dudar de mi mismo.

Dudar incluso de la duda de mi mismo.

Dudar de todo. Dudar incluso, de la duda de todo”.

Son los versos de algún poeta que en cierta ocasión descubrí casi por equivocación hace algunos años,  que hoy resuenan como el eco de un ayer que se confabula con él presente a fuerza de recordarlo, no desde la ingenuidad de la repetición absurda, sino desde el deseo de cambiar, no lo ocurrido que es humo, sino lo que deseo que pueda ser, no como posibilidad, sino sólo como es, en la suficiencia del ser mismo.

Curiosamente al intentar terminar estas líneas me descubrí de pronto volviendo sobre mis pasos, es decir, sobre todas esas palabras que se quedaron a medio escribir, archivos que al abrir esperan entre la desesperación del parpadeo del puntero, a que al fin me decida a ponerles el punto final, pero no, no he de volver sobre ellas, así han de quedarse, porque retomarlas sería volver a lo mismo, a eso que ya no estoy dispuesto, sería dejarme arrastrar de nuevo por el desbarrancadero de la incertidumbre, dónde por única respuesta sólo encontraré más incertidumbre. Hoy quiero escribir nuevas historias, darle la vuelta a la vacuidad de añoranza y reconciliarme con la plenitud, con lo que tengo, qué es sin dudar, lo mejor que he tenido y que tendré, más allá de la emoción del efectismo, con la certeza del saber mismo, ese que no requiere de explicaciones ni miramientos, aquel que no necesita de explicaciones, porque la realidad de su certeza es al mismo tiempo su mejor evidencia.

Sí, ya sé que nos descubrimos en los otros, sé también que en ocasiones a pesar de nuestros esfuerzos terminamos al fin por caer en lo mismo -en los espirales- llevando a cuestas los lastres de lo que no tuvimos, de la falta, pero también, el de los excesos; sé también que la ignorancia se confunde con felicidad, que la verdad escondida en la jarra de Pandora, en apariencia, más que ayudar puede confundirnos, porque nos obliga a ser sinceros, así como la imagen sin parpado y siempre fija, que es la esencia del espejo.

Estas líneas hablan de mí, hablan de una madre y un padre que dieron sin apenas dar, hablan de da la competencia y del abandono, hablan de la violencia y la búsqueda de lo que no llego e invente, hablan de las perdidas y las ganancias secundarias, hablan del síntoma y la negación, hablan del deseo y la frustración del mismo, hablan de lo que fui, de lo que soy, pero también de lo que intento ser, hablan también del encuentro inesperado, esa luz de la esperanza que moviliza, hablan también de la reconciliación, del “ ya no quiero eso” y lo que haré para evitarlo, hablan de ese: “me parece qué” que me asusta pero me lleva a descubrir, hablan de los compañeros de viaje que se marcharon, algunos para no volver, pero también de los que se quedaron, habla de ellos, hablan de ti, hablan de nosotros, hablan de mí que soy la suma de esto y más, hablan del futuro, y de aquellos que vienen a mí para hablarme de ellos, hablan del niño olvidado, el adolecente que fui, y mi presente, hablan del análisis sus estragos y su re-significación. Hablan de Ignacio versus Ignatius, hablan de: uno más que muerde el polvo.

Hablan pues, de escupir las cadenas.